La Real Academia de Ciencias de Suecia acaba de conceder el Premio Nobel en Fisiología o Medicina 2017 a los investigadores Jeffrey Hall y Michael Rosbash (Universidad de Waltham, Massachusetts), que comparten la distinción con Michel Young (Universidad de Rockefeller, Nueva York). Durante muchos años, los tres científicos han intentado descifrar los ritmos fisiológicos diarios (circadianos) de los seres vivos ¿Qué genes y proteínas están detrás de este proceso biológico?
En los inicios de los años 1980s, los tres investigadores consiguieron aislar un gen en las moscas de la fruta, al que denominaron period. Ese gen codificaba para una proteína (PER), que se acumulaba durante la noche y provocaba determinados efectos durante el día hasta su agotamiento. Ese ciclo diario es común en todos los organismos multicelulares. Los seres humanos, por supuesto, también tenemos un reloj molecular, que funciona estupendamente hasta que nos empeñamos en trastocar el mecanismo fisiológico con nuestros hábitos propios de lo que denominamos civilización. Es entonces cuando surgen problemas patológicos serios, incluyendo el insomnio. Los nuevos premiados por Real Academia de Ciencias de Suecia han terminado por desentrañar el funcionamiento de este reloj biológico, que tanto nos ha intrigado durante años.
La noticia de este premio me ha traído a la memoria un tema de crucial importancia para el estudio de la biología de nuestros ancestros. En 1985, mis colegas y buenos amigos Timothy Bromage y Christopher Dean publicaron un artículo en la revista Nature, donde proponían un cambio en el paradigma sobre el crecimiento y el desarrollo de los homininos. Hasta entonces, y merced a una tesis doctoral realizada en la Universidad de Pensilvania (EEUU), se pensaba que todos los homininos conocidos hasta entonces compartían con nosotros el mismo tiempo de crecimiento (unos 18 años) y un modelo complejo de desarrollo (incluyendo los períodos de niñez y adolescencia). Bromage y Dean estudiaron el resultado del crecimiento circadiano del esmalte de los dientes en varias especies de homininos y sus conclusiones cambiaron para siempre la forma de entender la biología de nuestros ancestros.
Los ameloblastos son células especializadas en la formación del esmalte, la sustancia más dura de nuestro organismo. Durante parte de las 24 horas de un día, estas células segregan amelogenina, una proteína que regula el crecimiento de los cristales de hidroxiapatita que forman la corona de esmalte. El funcionamiento circadiano de los ameloblastos deja pequeñas señales en el esmalte (estrías transversales), que se pueden ver con microscopios especiales a unos 20-30 aumentos. Timothy Bromage diseñó uno de estos equipos, que ahora utiliza nuestro Grupo de Antropología Dental. Bromage y Dean confirmaron que aproximadamente cada siete días el proceso de formación de amelogenina se detiene. Ese “paro biológico” es suficientemente largo como para dejar su huella en el esmalte. Estas huellas ya fueron observadas por el científico sueco Anders Retzius en el siglo XIX, pero, a pesar del tiempo transcurrido, queda por averiguar la razón de ese breve descanso en la formación del esmalte.
Más de treinta años después de aquel artículo publicado por Bromage y Dean, ya se sabe que el paro biológico de los ritmos circadianos en la formación del esmalte es variable, tanto en las especies fósiles como en Homo sapiens. Nuestro crecimiento se detiene, en promedio, cada ocho o nueve días. Pero los dos científicos demostraron que en las especies de Australopithecus y en Homo habilis el número de ameloblastos que trabajan al mismo tiempo es mayor y los descansos son en cambio menos frecuentes que en Homo sapiens. Como consecuencia, las coronas de los dientes de aquellos homininos se formaban muy deprisa en relación a lo que sucede en los humanos actuales. Puesto que existe una relación en la formación de los dientes y la formación del resto del cuerpo, la conclusión inevitable es que las especies de homininos del Plioceno llegaban a la vida adulta mucho antes de lo que lo hacemos nosotros. Los australopitecinos caminaban erguidos, como nosotros, pero su tiempo de crecimiento y su modelo de desarrollo era muy similar al de los chimpancés. Desde entonces, averiguar cómo y cuándo hemos llegado a tener un desarrollo tan largo y complejo como el que tenemos en la actualidad es todavía una asignatura pendiente.
Fuente: quo.es | 10 de octubre 2017
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